Schroeder llevaba tiempo sin sentir la cara, los dedos y los pies, pero en la tercera noche de frío implacable se recompuso. Cuando salió del bosque, un tenue resplandor lo atrajo desde la oscuridad, en la posada de su hermano brillaba una chimenea que se extinguía pidiendo a gritos combustible. Tiró suavemente de las riendas de su caballo y siguió su camino sin hacer ruido.

En la taberna los hombres contaban historias de bandidos y exiliados que vagaban por estas tierras en invierno, pero él aún no había visto ni rastro de vida, por no hablar de un ejército de demonios rastreando el lugar. Pensó en la leyenda de su infancia, en esas sombras incansables que acechaban la tierra helada bajo las órdenes de su oscuro líder y en cómo le había invadido una sensación de inminente fatalidad al leer sobre ella de nuevo unos días antes.

Por un momento, mientras se acercaba a la posada, esperando encontrarse con su hermano, al que no había visto desde mucho antes de que el invierno atrapase Ostaria en su gélida garra, sintió que sus miedos eran infundados.

La puerta estaba entreabierta. Schroder la abrió del todo. Entró un torrente de aire frío, y comprobó que la estancia no estaba más cálida que el paisaje helado que había estado atravesando los últimos días. Las menguantes brasas de la chimenea crujieron, y la luz de la habitación se extinguió lentamente.

Schroeder giró la cabeza a la derecha. Había una sombra sentada al final de una larga mesa en el otro extremo de la habitación.

«¿Klaus»? Schroeder avanzó con cautela, la sombra estaba inmóvil y no respondía al nombre con el que se habían dirigido a ella. «Soy tu hermano. Soy Schroeder».

Schroeder alargó el brazo izquierdo para tocar el hombro de su hermano y pudo ver fugazmente los ojos helados y la garganta acuchillada del cadáver de Klaus antes de que se desplomase en el suelo. Era obvio que su cuerpo llevaba días, si no semanas, allí, bien conservado gracias a las bajas temperaturas.

Schroeder lloró por su hermano. ¿Cómo podía haber hecho alguien algo tan cobarde y tan cruel a un granjero desarmado? Y amparado por un invierno tan nefasto, además.

Después de un rato, su duelo se convirtió en desconcierto. Miró una vez más a la chimenea. Si Klaus llevaba días muerto, ¿quién había encendido el fuego?

Schroeder oyó un crujido de nieve fresca fuera. Desenvainó la espada, echó un último vistazo a Klaus y corrió.

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